Salud

Hábitos que pueden estar frenando tu pérdida de peso, incluso si ya cuidas la dieta

Cuando la pérdida de peso se estanca, la reacción habitual es recortar más comida o añadir más ejercicio. Sin embargo, muchas mesetas no se explican por una falta de esfuerzo, sino por varios factores pequeños que se cuelan en la rutina y alteran el balance energético sin que sea evidente. En otras palabras, el problema no siempre está en lo que haces bien, sino en lo que haces sin darte cuenta.

El cuerpo no responde solo a calorías y entrenamientos. El sueño, el estrés, la forma de repartir las comidas, el movimiento que no cuenta como deporte y la cantidad real que se bebe cada día influyen en el apetito, en la saciedad y en la regularidad con la que se mantienen los hábitos. Si una de esas piezas falla, es más fácil que aparezcan compensaciones automáticas, más picoteo, menos actividad espontánea, elecciones menos precisas.

Por eso, antes de endurecer un plan, conviene revisar los frenos silenciosos. A menudo no son errores llamativos, son decisiones razonables en apariencia, pero constantes, y lo constante pesa más que lo perfecto durante dos semanas.

Los frenos silenciosos, lo que no se ve en el plato ni en el reloj del gimnasio

Uno de los puntos más subestimados son las calorías líquidas. Muchas personas ajustan el menú y, aun así, mantienen cafés con leche entera o con siropes, bebidas energéticas, zumos, refrescos y combinaciones que suman energía sin aportar saciedad comparable a la de un alimento sólido. Además, las bebidas azucaradas son una fuente importante de azúcares añadidos y se asocian con aumento de peso cuando su consumo es frecuente. El resultado práctico es sencillo, al no notar plenitud, se come igual y se añade un extra.

En la misma línea, el alcohol puede interferir por dos vías. Primero por su densidad energética, aporta alrededor de 7 kilocalorías por gramo, casi como la grasa, y a eso se le suman mezcladores azucarados o formatos que se beben con rapidez. Segundo, porque tiende a empeorar el descanso y a desinhibir decisiones alimentarias, lo que facilita raciones mayores o cenas más tardías. No hace falta un consumo extremo para que el impacto se note si se repite varias veces por semana.

Otro hábito frecuente es el de reorganizar el día a base de saltarse comidas sin planificación. El objetivo suele ser recortar, pero el efecto puede ser el contrario si se llega a la siguiente ingesta con un hambre difícil de regular. En ese punto, es común acelerar, servir más cantidad, elegir opciones más densas y, sobre todo, perder precisión. En algunas personas, además, esta irregularidad se acompaña de menor ingesta de proteína o de comidas menos completas, lo que reduce la saciedad y aumenta la búsqueda de algo rápido más tarde.

El sueño merece capítulo propio. Dormir poco o con horarios variables se asocia a cambios en hormonas relacionadas con el apetito, como grelina y leptina, y a un patrón muy repetido, más hambre, menos sensación de saciedad y más preferencia por alimentos ricos en azúcares y grasas al día siguiente. No es solo cansancio, es un entorno fisiológico menos favorable para mantener un déficit moderado sin sufrirlo. En la práctica, mejorar el sueño suele mejorar la adherencia a la dieta, que es el verdadero motor del resultado.

El estrés sostenido también influye, aunque conviene explicarlo con matices. La relación no es únicamente metabólica, a menudo es conductual. Cuando la tensión se prolonga, aumenta la probabilidad de comer por regulación emocional y de recurrir a alimentos muy palatables. Además, la literatura médica relaciona el exceso de cortisol mantenido con cambios corporales y con patrones de acumulación de grasa abdominal en ciertos contextos. En términos cotidianos, el estrés constante dificulta sostener rutinas, y lo que no se sostiene no progresa.

A estos factores se suma uno que casi nadie registra, el movimiento fuera del entrenamiento. La termogénesis por actividad no asociada al ejercicio, conocida como NEAT, incluye caminar, subir escaleras, hacer recados, moverse en casa, levantarse con frecuencia. Cuando una persona recorta calorías o está cansada, ese movimiento espontáneo suele caer sin que se note. Y esa caída puede compensar parte del esfuerzo del gimnasio. Por eso, a veces se entrena tres días por semana, pero el resto del tiempo se pasa más quieta que antes, y el balance final apenas cambia.

Por último, el tipo de ejercicio importa. Las guías de salud pública recomiendan combinar actividad aeróbica con trabajo de fuerza al menos dos días por semana. El motivo es práctico, preservar y mejorar la masa muscular ayuda a mantener la funcionalidad y favorece un gasto energético más estable, además de mejorar el aspecto corporal incluso cuando la báscula se mueve despacio. Si todo el plan es cardio y el descanso es pobre, el progreso puede volverse irregular.

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