Nicklas Brendborg, biólogo molecular, tras dos semanas sin azúcar, una fresa sabe mucho más dulce
Dejar el azúcar no siempre empieza por la báscula. A veces empieza por la lengua. El biólogo molecular danés Nicklas Brendborg lo resume con una imagen muy fácil de entender: si pasas un par de semanas sin tomar azúcar añadido, una fresa puede volver a parecerte sorprendentemente dulce, como si el paladar “despertara” de una saturación cotidiana. La idea, más que una promesa milagrosa, apunta a un fenómeno conocido: cuando acostumbramos el gusto a niveles muy altos de dulzor, lo normal se nos queda corto.
Brendborg lleva tiempo explicando que no somos solo “falta de fuerza de voluntad”, sino también biología expuesta a un entorno diseñado para empujarnos a repetir hábitos. En su libro Superestimulados, publicado en España en noviembre, plantea que tanto la industria alimentaria como las grandes plataformas digitales afinan productos y experiencias para que consumamos más y nos cueste parar, porque apelan a mecanismos básicos de recompensa y atención.
En ese marco, la frase de la fresa funciona como metáfora y como pista práctica. Si reduces el azúcar añadido y los sabores intensamente dulces, no solo cambias lo que comes: también cambias el listón con el que tu cuerpo evalúa lo dulce. Y ahí es donde la experiencia cotidiana se vuelve interesante: lo que ayer parecía soso, mañana puede parecer suficiente.
Así se reajusta el gusto tras bajar el azúcar
La ciencia lleva años preguntándose hasta qué punto el consumo habitual de azúcar, y también de edulcorantes, puede moldear el gusto. Un ejemplo llamativo aparece en un estudio que describió un “reto” sencillo: durante dos semanas, un pequeño grupo de participantes evitó azúcares añadidos y edulcorantes. Tras ese periodo, la mayoría percibió como más dulces, o incluso demasiado dulces, alimentos y bebidas que antes tomaban con normalidad, y muchos afirmaron que seguirían usando menos azúcar después.
Conviene leer ese tipo de resultados con calma. No es una gran intervención clínica, ni sirve para afirmar que a todas las personas les pasará igual. Pero sí encaja con algo que cualquiera reconoce: el paladar se acostumbra. Si lo expones cada día a refrescos, bollería, postres, cereales azucarados o cafés cargados de sirope, lo dulce “normal” se desplaza hacia arriba, y una fruta deja de impresionar.
Ese desplazamiento no ocurre en el vacío. Brendborg insiste en que la comida ultraprocesada no es problemática solo porque “toque una máquina”, sino por cómo se formula para que sea fácil de comer en exceso, con combinaciones de sabores, texturas y recompensas inmediatas que invitan a repetir. En su análisis, ese diseño constante termina conectando con problemas como el sobrepeso y, a partir de ahí, con riesgos de salud más amplios.
Por eso, cuando alguien nota que una fresa “vuelve” a saber dulce, el cambio no es solo sensorial. También es una señal de que has bajado el volumen a ese ruido de fondo que, sin darte cuenta, te empuja a buscar cada vez más intensidad.
En paralelo, los organismos sanitarios llevan años recomendando poner límites claros. La Organización Mundial de la Salud diferencia los azúcares libres (los que se añaden a alimentos y bebidas, además de los presentes de forma natural en miel, jarabes y zumos) y aconseja reducirlos por debajo del 10% de la energía total diaria, con la sugerencia de bajar incluso por debajo del 5% para beneficios adicionales.
Algunas guías de referencia, como las de cardiología, también ofrecen cifras orientativas para azúcares añadidos, con recomendaciones diarias que ayudan a visualizar cuánto se acumula sin darnos cuenta, especialmente cuando el azúcar se “esconde” en productos que no siempre percibimos como dulces: salsas, panes industriales, yogures azucarados, bebidas “aparentemente” ligeras o snacks.
Nada de esto obliga a vivir en un ascetismo culinario. De hecho, el punto central no es demonizar lo dulce natural, sino entender cómo el exceso de azúcar añadido reconfigura expectativas y preferencias. Para muchas personas, dos semanas de “bajada” ya son suficientes para notar cambios: en el café, en el yogur, en una pieza de fruta. Y esa experiencia, sencilla y muy tangible, puede ser el inicio de algo más duradero, no porque el cuerpo se convierta en otro, sino porque el paladar, por fin, deja de estar permanentemente sobreestimulado.
