Tu cerebro necesita oxitocina para regularse en Navidad, y se activa con cercanía
La oxitocina es una hormona y neuropéptido clave en el parto (contracciones uterinas) y la lactancia (eyección de leche), también conocida como la «hormona del amor» o del «apego» por su rol en el vínculo social, la confianza y el placer, actuando como neurotransmisor en el cerebro y liberada por el hipotálamo, tratándose un péptido de nueve aminoácidos (nonapéptido) crucial para la conexión social y la reproducción.
La Navidad se presenta como una época de reuniones y afecto, pero no siempre se vive así. En muchos hogares, junto a las cenas y las felicitaciones, se cuela una emoción menos visible, una mezcla de tensión, nostalgia o tristeza que aparece incluso cuando “todo va bien”. Es un fenómeno frecuente y, en parte, predecible, porque estas fechas concentran expectativas, recuerdos y comparaciones que el resto del año pasan más desapercibidas.
Desde el enfoque de la longevidad, Patricio Ochoa propone mirar ese malestar con otra lente. Su planteamiento parte de una idea sencilla, el cerebro no solo interpreta lo que pensamos, también responde a señales del entorno social para mantener el equilibrio interno. Dicho de otro modo, la regulación emocional no ocurre en aislamiento, se apoya en la presencia de otros, en la atención compartida y en la sensación de pertenencia. Cuando esa base se debilita, el cuerpo lo acusa.
La paradoja, según explica, es que la sociedad actual multiplica los canales de contacto, pero no siempre aumenta la cercanía real. Se habla más, se comparte más, se responde más rápido, y aun así crece la impresión de estar desconectados. En Navidad, ese contraste se vuelve más evidente. La reunión funciona como un espejo, si falta el vínculo auténtico, el ritual se sostiene, pero la experiencia pierde consistencia.
La oxitocina y el papel de los vínculos en la calma del sistema nervioso
En este contexto, Ochoa destaca la importancia de la oxitocina, una hormona y neurotransmisor asociada a la vinculación social. Su relevancia no se limita a lo romántico ni a lo sentimental, también se relaciona con la manera en que el organismo interpreta seguridad. Cuando hay cercanía, contacto respetuoso y sintonía, el sistema nervioso tiende a suavizar la respuesta de alarma. Si esas señales faltan, el cerebro puede quedarse en modo de vigilancia, y ahí aparecen el estrés, la irritabilidad o esa soledad que no se corrige con una sala llena.
Lo importante es que el problema no suele ser la cantidad de gente alrededor, sino la calidad del intercambio. Hay cenas con muchas sillas y poca conexión, conversaciones que avanzan sin escucharse, gestos automáticos que cumplen con la etiqueta pero no construyen intimidad. En esos casos, la experiencia se vuelve extraña, porque el entorno sugiere celebración, pero el cuerpo no recibe los estímulos que necesita para sentirse a salvo y acompañado.
A esta ecuación se suma un factor contemporáneo que altera la dinámica sin hacer ruido, el uso constante del móvil. No hace falta una discusión para que la atención se rompa. Basta con una notificación, una foto que se revisa, un mensaje que entra a mitad de frase. Es un detalle mínimo, pero cambia el clima, la conversación pierde continuidad, el contacto visual se acorta, la presencia se fragmenta. Con el tiempo, ese tipo de interrupciones normalizadas deja una sensación difícil de explicar, se ha estado con otros, pero no del todo.
Este punto no pretende culpar a la tecnología, ni convertirla en villana. La cuestión es más fina, si la interacción está mediada por distracciones, la mente interpreta que la conexión es parcial. Y cuando el encuentro es parcial, la regulación también lo es. En fechas como la Navidad, donde muchos esperan sentirse especialmente cerca de los suyos, esa distancia sutil puede doler más, porque contradice la idea de “cómo deberían ser” las cosas.
El discurso de la longevidad lleva tiempo insistiendo en que las relaciones sociales son un componente del bienestar. No como un eslogan, sino como una realidad que se observa en la vida cotidiana, quienes cuentan con redes de apoyo suelen atravesar mejor el estrés, mientras que el aislamiento sostenido tiende a agravar la sensación de amenaza. En esa línea, la propuesta de Ochoa encaja con un mensaje más amplio, la salud no es solo dieta o ejercicio, también es entorno humano.
Por eso, la lectura de estas fechas puede cambiar si se atiende a lo esencial. A veces, más que ampliar el número de planes, conviene mejorar la calidad del encuentro. No por romanticismo, sino por higiene emocional. Una conversación sin prisas, una escucha activa, un gesto de afecto sin teatralidad, todo eso alimenta la percepción de seguridad. Son acciones pequeñas, pero coherentes con lo que el cerebro reconoce como cercanía.
Además, hay Navidades atravesadas por circunstancias particulares. Un duelo reciente, una separación, problemas económicos, o simplemente un año difícil pueden convertir cualquier celebración en terreno sensible. En esos casos, la presión por “estar bien” añade una carga innecesaria. Resulta más útil asumir que el cuerpo está intentando regularse y que necesita condiciones adecuadas para hacerlo, calma, apoyo, y un espacio donde no haya que fingir.
En el fondo, hablar de oxitocina es una forma de poner nombre a algo antiguo. La necesidad de vínculo no es un capricho, es parte de cómo estamos diseñados. La Navidad, con su capacidad para reunir, puede convertirse en una oportunidad para reforzar esa cercanía real. Menos ruido, más presencia, y una certeza que a menudo se olvida, cuando la conexión es auténtica, el organismo lo nota, y responde.
